Vivir con fuerza, locura y libertad
viernes, 21 de junio de 2013
miércoles, 12 de junio de 2013
Arpeggione
Y estaba
también ese perro de Vinchina, un pueblo justo al lado de la cordillera, que
sorprendió al maestro Fauré entrando tan campante cuando el concierto ya había
comenzado y se sentó entre la tarima donde tocábamos y la primera fila de
sillas, en ese espacio neutro que no es ni del público ni de los músicos sino
del sonido, allí fue a posarse el señor tan seguro y orondo, sentado sobre las
patas traseras y manteniendo estiradas las de adelante, cruzadas con puntillosa
educación y las orejas como campanas atentísimas con sus pelos internos
orientándose hacia violas y violines, pelos por cuyas puntas casi microscópicas
entraban las corcheas o las fusas al interior de su cuerpo, que se henchía.
Digo que sorprendió al maestro porque en ese instante sus ojos estaban
centrados en una frase musical hacia la derecha y final de la página, y el
perro entró por su izquierda, de modo que el director, ante esa intrusión no
carente de violencia zoológica, tuvo que desviar parte de su mirada hacia la
aparición, sin abandonar la partitura, desviarla en un recorrido oblicuo donde
los ojos iban dejando una alarmada estela blanca. Albinone era lo que tocábamos
me acuerdo, y gracias a que yo en ese momento leía en la parte alta de la
página pude, siguiendo la estela y sin dejar de leer mis notas, ver entrar al
perro por el centro de la sala y ocupar ese lugar reservado a las autoridades,
donde la acústica acomoda sus orientes centrando lo más puro del sonido, según
podía deducirse por el deleite palpable de los ojos del animal, los pelos que
se le estremecían de gozo, los movimientos acompasados de su cola contra el
suelo, las crispaciones de sus orejas según la altura de los sonidos, como esos
aparatos reproductores de música con puntos rojos que se encienden y aumentan o
disminuyen según la intensidad.
Hay que tener en cuenta que el maestro Fauré dirigía orquestas al otro lado del mar, que aquel día acababa de llegar a Buenos Aires desde Erevan o sea Armenia o sea el Asia, cuando tuvo que tomar el avión y salir para el norte casi sin poder desarmar las maletas, llegar a Rioja unas pocas horas antes del concierto, y sin tiempo para un ensayo general partir con nosotros en nuestro camión sinfónico y traqueteante hacia Vinchina, subir al escenario, levantar la batuta y ver con el rabillo del ojo que un perro vagabundo lleno de espinas y de abrojos entraba en la sala de conciertos, entraba en su vida, en su curriculum, en sus recuerdos, entraba en sus composiciones futuras, donde su forma y su presencia se convertirían en sonidos, y que era eso lo que uno podía ver desde el atril en la estela dejada por la blancura de los ojos del maestro desviándose hacia la irrupción canina. Interrupción para nosotros, que teníamos una idea rutinaria de los conciertos, pero no para la gente que bajando de la montaña asistía a ese tipo de funciones por primera vez, porque para ellos era novedad tanto la orquesta como el perro que la escuchaba. Y siendo ésta la primera idea que tenían de los conciertos, si hubieran podido seguir al maestro en sus giras por Europa seguramente le hubiesen preguntado por qué no había perros en los teatros de ciudades como París o Viena por ejemplo.
Viendo que las razones del perro eran puramente musicales, los ojos del maestro, borrando en su camino de regreso la estela que habían trazado, volvieron a la placidez de la partitura como si nada hubiese sucedido. Pero claro, no era así, el perro estaba allí, escuchando como cualquier persona. Escuchando más que laspersonas. El alcalde dijo que no nos afligiéramos, la cosa no tenía importancia y no volvería a suceder jamás de los jamases. Pobrecito. Tiempo después aparecerían también mulas en nuestros conciertos, y a partir de entonces nuestro concepto de lo que se entiende por público se enriqueció notablemente.
Acabada la primera parte, todo el mundo salió al patio lindante para hacer pis entre los matorrales próximos y fumar su cigarrito, lo mismo que el perro, que orinó como cualquier persona culta y se entretuvo husmeando los corrillos como quien se entera de los comentarios. Nosotros, encerrados en el aula contigua al escenario, comentábamos que había entrado por casualidad, y que si se quedó quieto todo el tiempo fue porque intuyó que si actuaba de otra manera lo sacarían a patadas. El hecho no volvería a repetirse, según comentó un clarinete amigo de la filosofía, no era un hecho causal sino casual, su irrupción en la sala tenía un significado simplemente anecdótico y era difícil que se repitiera. Seguramente ya andaría a campo traviesa, sacudiéndose el susto de la música. Pero al iniciar la segunda parte él estaba allí, en el mismo sitio, sentadito, triangular, patas delanteras torcidas como dos paréntesis, ojos grandes como calderones, orejas en actitud de radar moviéndose nerviosas a la espera del resto del programa, que acababa con una obra colorístico didáctica de Benjamín Britten nada menos. Mientras el resto del público se aburría, haciendo ruido al desenvolver los caramelos envueltos en celofán o comentando en voz baja cosas ajenas al concierto, Arpeggione, como lo bautizamos después en homenaje a Schubert, sentado sobre dos patas era el más atento de los oyentes, y no sólo porque tuviese más capacidad auditiva que sus colegas los humanos.
Seguramente había algo más, como explicó después el contrabajista, gran lector
de Darwin: había llegado la hora en que otras especies también quieren erguirse
como lo hicimos nosotros, y sólo cuando estos hechos se produzcan cabalmente
habremos descubierto el sentido de nuestra naturaleza. Opinión que aceptamos
sin chistar, era apabullantemente categórico lo que decía, y el registro grave
de su voz, idéntica a la de su instrumento, aumentaba su credibilidad. Además
era tan inteligente, que resolvimos que en situaciones como ésta él pensara por
todos, mientras nosotros, liberados de esa engorrosa función, ganábamos un
espacio más para las alegrías de la música. Volvimos otras veces, y antes de
que el alcalde y el edil pudieran divisar en la llanura adyacente la presencia
del camioncito filarmónico, el erguible melómano ya nos había olfateado y
salido a nuestro encuentro, ya nos había hecho fiestas corriendo al lado del
carromato entre los pedregales, ya había vuelto al pueblo y recorrido sus
calles y golpeado sus puertas con alegres coletazos anunciando el próximo
concierto, cuando nadie, ni siquiera el comisario, tenía idea de nuestra
llegada, por estar estropeado el telégrafo.
Cada vez que volvimos, generalmente al comienzo de las estaciones del año, su
aspecto había variado. Las orejas, a todas luces, se especializaban
orientándose hacia un solo tipo de sonidos, los musicales; su cara, por
influencias de la transformación del aparato auditivo, perdía ciertas curvas,
iba tendiendo hacia una búsqueda pero no precisamente humana: se trataba de
algo estrictamente perruno y muy hermoso. Al sentarse sobre las patas traseras,
ahora ya no podía mantener bien apoyadas en el suelo las delanteras. Entre el
piso y ellas había un espacio en aumento, la distancia inicial de un camino
seguramente largo. Fue después de estas evidencias que lo bautizamos con el
nombre de la sonata de Schubert, cuyos compases iniciales tocaba siempre uno de
nuestros cellos para calentar los dedos. Una melodía acaso demasiado fuerte
para su corazón de perro, ya en el segundo compás lo colocaba al borde de las
lágrimas.
La última vez que fuimos, unos vientos contrarios le impidieron presentir nuestra llegada. Estábamos ensayando en el aula de siempre, y él sin enterarse, perdido por esos montes o pastoreando cabras. El cello entreabrió la puerta que daba al patio y lo llamó con la sonata. Bastaron tres o cuatro compases, y ya estaba allí, traído por el viento, tiritando como si hiciera frío, y frágil como una gota de lluvia. Utilizando los sonidos como palabras, allí tuvimos una larga comunicación. Como si él fuera un extraterrestre, le pasamos como pudimos la información musical que consideramos necesaria. El no pudo responder, claro, salvo unos temblores y ciertos brillos diferentes en sus ojos. Pero comprendió todo y guardó nuestra comunicación en la memoria de su especie, para días más venturosos. Cuando una intervención militar de las tantas que hubo en la provincia borró nuestra orquesta de un plumazo, Arpeggione perdió toda posibilidad de alimentar su vocación. Dicen que trepaba a la cima de los cerros a ver si desde allí los vientos le traían alguna melodía, y que en el afán de captar músicas a la distancia se le deformaba el cuerpo y que las orejas se le desarrollaban desmesuradamente. Los pobladores empezaron a tenerle miedo, sobre todo cuando lo oían llorar, creyendo que lo hacía porque veía visiones, las almas de los muertos; sin darse cuenta de que el perro lloraba la ausencia de la música. Al advertir que los vecinos, con la aprobación del alcalde, por miedo y superstición habían decidido eliminarlo, huyó hacia los montes y siguió deformándose en los lugares más solitarios del desierto. Dicen que en los últimos tiempos, oculto en los matorrales, era un monstruo auditivo, orejas desmesuradas y unos ojos donde brillaba una tristeza biológica fija. Un animal de música abandonado en ese silencio terrible de los Llanos riojanos, acosado por las víboras y husmeado por los pumas.
Al enterarnos de su situación, los músicos le enviamos al director del periódico local una carta donde opinábamos que hacer desaparecer una orquesta podía significar, en determinadas circunstancias, un atentado contra las leyes del Universo. Pero no la publicaron. A causa del tiempo pasado ya nadie se acordaba de Arpeggione, y en consecuencia la carta carecía de sentido.
Daniel
Moyano – 17 de octubre de 1989
domingo, 5 de mayo de 2013
Se llamaba Soledad y estaba sola como un puerto maltratado por las olas. Coleccionaba mariposas tristes, direcciones de calles que no existen. Coleccionaba amores desgraciados, soldaditos de plomo mutilados. Pero quiso una noche comprobar para que sirve un corazón y prendió un cigarrillo y otro mas, y como toda esperanza se esfumo.
miércoles, 6 de marzo de 2013
domingo, 3 de marzo de 2013
viernes, 22 de febrero de 2013
domingo, 17 de febrero de 2013
miércoles, 6 de febrero de 2013
sábado, 2 de febrero de 2013
Que triste es vivir sin intentar, que triste es vivir sin despertar.
Bondad vulnerable resiste dejándose castigar de pie, s
iguiendo el consejo que dice que desde abajo se puede crecer.
Siguiendo señales, tentada a perder y aun vencida no renunciar,
y aquellos que nunca den nada a cambio jamás encontraran felicidad!
Suscribirse a:
Entradas (Atom)
Muere lentamente quien se transforma en esclavo del habito, repitiendo todos los dias los mismos trayectos; quien no cambia de marca, no arriesga vestir un color nuevo y no le habla a quien no conoce. Muere lentamente quien hace de la television su guru. Muere lentamente quien evita una pasion, quien prefiere el negro sobre blanco y los puntos sobre las "ies" a un remolino de emociones, justamente las que rescatan el brillo de los ojos, sonrisas de los bostezos, corazones a los tropiezos y sentimientos. Muere lentamente quien no voltea la mesa cuando esta infeliz en el trabajo, quien no arriesga lo cierto por lo incierto para ir detras de un sueño, quien no se permite por lo menos una vez en la vida, huir de los consejos sensatos. Muere lentamente quien no viaja, quien no lee, quien no oye musica, quien no encuentra gracia en si mismo. Muere lentamente quien destruye su amor propio, quien no se deja ayudar. Muere lentamente, quien pasa los dias quejandose de su mala suerte o de la lluvia incesante. Muere lentamente, quien abandona un proyecto antes de iniciarlo, no preguntando de un asunto que desconoce o no respondiendo cuando le indagan sobre algo que sabe. Evitemos la muerte en suaves cuotas, recordando siempre que estar vivo exige un esfuerzo mucho mayor que el simple hecho de respirar. Solamente la ardiente paciencia hara que conquistemos una esplendida felicidad.